La Revolucion Necesaria
Rafael Caldera
Todas las reflexiones precedentes nos llevan forzosamente al tema de la
revolución. La impaciencia de nuestros pueblos está justificada. La idea
de una evolución paulatina no satisface su legítima inquietud. La
evolución es un proceso espontáneo, lento, indeterminado. El cambio que
se necesita ha de ser rápido, profundo, dirigido. La palabra
"revolución" es la única que responde a esta idea.
Pero, salvo en el concepto de revolución como cambio profundo y rápido,
voluntariamente propuesto, hay poca coincidencia entre las muchas
maneras de ver y querer la revolución. Para unos, por ejemplo, no puede
haber revolución
incruenta: la violencia, la sangre son sus indispensables ingredientes.
Otros pensamos que, por muchos motivos, hay que esforzarse en realizar
una revolución pacífica e incruenta.
Para muchos, la revolución es un fin. Se es, o se pretende ser,
revolucionario como si el solo hecho de serlo implicara una definición
sobre las metas y objetivos planteados. La verdad es que la revolución
es un medio, un proceso, que supone la destrucción de un ordenamiento
pero también la instalación de otro nuevo. Con frecuencia, las
revoluciones se muestran tanto o más duras que en su labor de destruir
lo anterior, en la imposición de los nuevos moldes creados para
sustituir a los anteriores. La Unión Soviética, con más de medio siglo
de lavado mental para un pueblo cuyas nuevas generaciones no han
conocido ni podido conocer otro sistema que el impuesto por la
revolución, ni otras ideas que las proclamadas por la ideología
revolucionaria, no admite la expresión de la más ligera disidencia y
califica como un crimen contra la patria el manifestar discrepancia
contra las disposiciones y métodos del poder creado por la revolución.
En cuanto a la primera fase de todo proceso revolucionario, la
destrucción del orden anterior, los revolucionarios se proclaman tanto
más genuinos cuanto más radical es la destrucción propuesta. Se pretende
que la revolución es un fenómeno total, que supone el aniquilamiento
pleno de la sociedad precedente.
La observación social y el testimonio de la historia demuestran otra
cosa. Nunca, por intenso que sea, un proceso revolucionario acarrea la
disolución integral del sistema anterior. El Código Civil de Napoleón
demostró que al lado del nuevo Derecho surgido de la revolución francesa
subsistía, a través de reglas y costumbres, gran parte del Derecho del
Ancien Régime. Precisamente, el acierto de aquella obra maestra de
legislación estuvo en imprimir la concepción jurídica del liberalismo
revolucionario al viejo acervo legislativo que arrancaba del Corpus
Iuris Civilis. Y en esa otra obra maestra de técnica jurídica que fue el
Código Civil chileno, don Andrés Bello logró el acierto de transmitir
el ideario de la revolución de Independencia al rico material del
antiguo Derecho que bebía su mejor leche en las Siete Partidas del rey
Sabio. El Código de Bello ha sufrido importantes modificaciones, pero
subsiste todavía, como el Código Civil francés, por el acierto de
incorporar las nuevas ideas al complejo normativo forjado a través de la
historia.
La misma revolución rusa destruyó mucho e innovó en todos los aspectos
de la vida social, pero no alcanzó a destruir en su esencia ninguna de
las
instituciones del régimen precedente. Muchos pensaron que el bolchevismo
destruiría el Estado y borraría la familia del elenco de las formas de
vida colectiva: lo cierto es que hoy el Estado soviético es más fuerte
que lo fuera nunca cualquier forma de Estado anterior y reconoce
parentesco legítimo con Pedro el Grande o Catalina II. La familia es
amparada por el Estado: claro, la familia socialista, objeto de tanta
simpatía, como ojeriza se tributó a la familia burguesa, pero, al fin y
al cabo, familia integrada por marido, mujer y descendencia, como en
cualquier otro tipo de sociedad. Y hasta la propiedad y los contratos,
reducidos al estrecho ámbito que puede ofrecerles una sociedad
socialista, continúan existiendo y rigiéndose por normas que no poco
toman del Derecho elaborado a través de los siglos.
Una tesis que he sostenido es la de que el cambio revolucionario debe
afectar a las estructuras sociales para renovar y fortalecer las
instituciones. Las instituciones representan o deben representar lo
permanente: no lo permanente inmutable porque la inmutabilidad en los
hechos humanos conduce al anquilosamiento y a la muerte sino lo
permanente dinámico, continuamente renovado. Las estructuras representan
lo contingente, la disposición de los elementos dentro de la vida
institucional: son las estructuras existentes lo que cada revolución
destruye y repone por otras diferentes, pero, en el fondo, dentro de un
marco institucional cuyo enriquecimiento progresivo es el mejor logro en
la marcha incesante del hombre hacia el porvenir.
En el momento actual, muchos conductores políticos, muchos gobernantes
incluidos demagogos y usurpadores, muchos movimientos ideológicos se
proclaman revolucionarios. Con frecuencia, la revolución se limita al
lenguaje y a las apariencias, acompañadas de alguna que otra acción
capaz de producir un cierto impacto pero sin que, en definitiva, se
realice el cambio fundamental que los pueblos esperan. De allí el
cansancio que suele acompañar a estos procesos. Se pretende, por otra
parte, identificar el vocablo "revolución" y el calificativo de
"revolucionario" a una determinada ideología.
El marxismo-leninismo, especialmente, es maestro en el arte de difundir
este punto de vista: los hechos demuestran que ésta es una forma
específica de revolución y que, una vez cumplidas sus fases iniciales,
tiende rápidamente a convertirse en una forma de organización social
conservadora. De allí las acusaciones de "revisionistas" que se hacen
recíprocamente los voceros de distintos Estados socialistas cuando surge
entre ellos una oposición de intereses.
En América Latina se ha usado y abusado del término "revolución" hasta
el punto de que los pueblos se van tornando escépticos ante su reiterada
invocación. Se ha venido reincidiendo en un fenómeno repetido muchas
veces a partir de la Emancipación, cuando la verdad es que después de la
revolución de Independencia ha habido pocos procesos que con exactitud
puedan calificarse de revolucionarios. Bolívar, con su visión genial,
dijo que a las revoluciones hay que observarlas muy de cerca y juzgarlas
muy de lejos.
En esta encrucijada decisiva hay que tener bien claro qué es lo que
debemos cambiar y cuáles son las metas que tenemos que alcanzar.
Destruir por destruir no vale. Tenemos que lograr niveles de producción
capaces de satisfacer las necesidades de la población mediante una justa
distribución del ingreso. No se trata de distribuir miseria sino de
distribuir riqueza. La conciencia de la comunidad está predispuesta
contra esos sacudimientos revolucionarios que, en definitiva, conduzcan a
acentuar el atraso y que, a vuelta de diversas peripecias, lleven a
aumentar la dependencia. Las nuevas generaciones anhelan la voz de
alerta para lanzarse a la conquista de la tecnología, al dominio
efectivo de los recursos naturales, a la integración armónica que dé a
nuestras naciones entidad suficiente para no estar sujetas al capricho
de las grandes potencias. En suma, aspiran a una revolución tan
diferente de las revoluciones tradicionales que envuelva una concepción
revolucionaria de la revolución, si se permite el juego de palabras.
Pero, sobre todo, el instinto certero de las masas que tanto han sufrido
el abuso secular del despotismo, el de los trabajadores que apenas
ahora o de pocos años acá han conquistado plenamente el derecho de
organizarse y de luchar por sus reivindicaciones y de obtener por sí
mismos un nivel de vida diferente desconfía de la revolución sin
libertad, de la revolución que menosprecia la libertad, de la revolución
que amenaza con extinguir la libertad. Porque la libertad ellos lo
saben, si no significa por sí misma la plenitud de la liberación, es el
presupuesto de la liberación, es el instrumento para obtenerla. Es fruto
de largas vigilias, de interminables esperanzas y duros sacrificios, ha
costado mucho para que vaya a ofrendarse como víctima en el altar de
una deidad desconocida.
Valores como la libertad (la libertad política como nutricia de las
otras especies de libertad), como la dignidad de la persona humana, ante
la economía y ante el Estado, son irrenunciables e irremplazables en el
contexto de la verdadera revolución latinoamericana.
Extraido de la pagina WEB oficial de Rafael Caldera; Nuevo Orden Politico.
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