domingo, 8 de junio de 2014

La Opinion de Otro...

La Revolucion Necesaria
Rafael Caldera
Todas las reflexiones precedentes nos llevan forzosamente al tema de la revolución. La impaciencia de nuestros pueblos está justificada. La idea de una evolución paulatina no satisface su legítima inquietud. La evolución es un proceso espontáneo, lento, indeterminado. El cambio que se necesita ha de ser rápido, profundo, dirigido. La palabra "revolución" es la única que responde a esta idea.

Pero, salvo en el concepto de revolución como cambio profundo y rápido, voluntariamente propuesto, hay poca coincidencia entre las muchas maneras de ver y querer la revolución. Para unos, por ejemplo, no puede haber revolución incruenta: la violencia, la sangre son sus indispensables ingredientes. Otros pensamos que, por muchos motivos, hay que esforzarse en realizar una revolución pacífica e incruenta.

Para muchos, la revolución es un fin. Se es, o se pretende ser, revolucionario como si el solo hecho de serlo implicara una definición sobre las metas y objetivos planteados. La verdad es que la revolución es un medio, un proceso, que supone la destrucción de un ordenamiento pero también la instalación de otro nuevo. Con frecuencia, las revoluciones se muestran tanto o más duras que en su labor de destruir lo anterior, en la imposición de los nuevos moldes creados para sustituir a los anteriores. La Unión Soviética, con más de medio siglo de lavado mental para un pueblo cuyas nuevas generaciones no han conocido ni podido conocer otro sistema que el impuesto por la revolución, ni otras ideas que las proclamadas por la ideología revolucionaria, no admite la expresión de la más ligera disidencia y califica como un crimen contra la patria el manifestar discrepancia contra las disposiciones y métodos del poder creado por la revolución.

En cuanto a la primera fase de todo proceso revolucionario, la destrucción del orden anterior, los revolucionarios se proclaman tanto más genuinos cuanto más radical es la destrucción propuesta. Se pretende que la revolución es un fenómeno total, que supone el aniquilamiento pleno de la sociedad precedente.

La observación social y el testimonio de la historia demuestran otra cosa. Nunca, por intenso que sea, un proceso revolucionario acarrea la disolución integral del sistema anterior. El Código Civil de Napoleón demostró que al lado del nuevo Derecho surgido de la revolución francesa subsistía, a través de reglas y costumbres, gran parte del Derecho del Ancien Régime. Precisamente, el acierto de aquella obra maestra de legislación estuvo en imprimir la concepción jurídica del liberalismo revolucionario al viejo acervo legislativo que arrancaba del Corpus Iuris Civilis. Y en esa otra obra maestra de técnica jurídica que fue el Código Civil chileno, don Andrés Bello logró el acierto de transmitir el ideario de la revolución de Independencia al rico material del antiguo Derecho que bebía su mejor leche en las Siete Partidas del rey Sabio. El Código de Bello ha sufrido importantes modificaciones, pero subsiste todavía, como el Código Civil francés, por el acierto de incorporar las nuevas ideas al complejo normativo forjado a través de la historia.

La misma revolución rusa destruyó mucho e innovó en todos los aspectos de la vida social, pero no alcanzó a destruir en su esencia ninguna de las instituciones del régimen precedente. Muchos pensaron que el bolchevismo destruiría el Estado y borraría la familia del elenco de las formas de vida colectiva: lo cierto es que hoy el Estado soviético es más fuerte que lo fuera nunca cualquier forma de Estado anterior y reconoce parentesco legítimo con Pedro el Grande o Catalina II. La familia es amparada por el Estado: claro, la familia socialista, objeto de tanta simpatía, como ojeriza se tributó a la familia burguesa, pero, al fin y al cabo, familia integrada por marido, mujer y descendencia, como en cualquier otro tipo de sociedad. Y hasta la propiedad y los contratos, reducidos al estrecho ámbito que puede ofrecerles una sociedad socialista, continúan existiendo y rigiéndose por normas que no poco toman del Derecho elaborado a través de los siglos.

Una tesis que he sostenido es la de que el cambio revolucionario debe afectar a las estructuras sociales para renovar y fortalecer las instituciones. Las instituciones representan o deben representar lo permanente: no lo permanente inmutable porque la inmutabilidad en los hechos humanos conduce al anquilosamiento y a la muerte sino lo permanente dinámico, continuamente renovado. Las estructuras representan lo contingente, la disposición de los elementos dentro de la vida institucional: son las estructuras existentes lo que cada revolución destruye y repone por otras diferentes, pero, en el fondo, dentro de un marco institucional cuyo enriquecimiento progresivo es el mejor logro en la marcha incesante del hombre hacia el porvenir.

En el momento actual, muchos conductores políticos, muchos gobernantes incluidos demagogos y usurpadores, muchos movimientos ideológicos se proclaman revolucionarios. Con frecuencia, la revolución se limita al lenguaje y a las apariencias, acompañadas de alguna que otra acción capaz de producir un cierto impacto pero sin que, en definitiva, se realice el cambio fundamental que los pueblos esperan. De allí el cansancio que suele acompañar a estos procesos. Se pretende, por otra parte, identificar el vocablo "revolución" y el calificativo de "revolucionario" a una determinada ideología.
El marxismo-leninismo, especialmente, es maestro en el arte de difundir este punto de vista: los hechos demuestran que ésta es una forma específica de revolución y que, una vez cumplidas sus fases iniciales, tiende rápidamente a convertirse en una forma de organización social conservadora. De allí las acusaciones de "revisionistas" que se hacen recíprocamente los voceros de distintos Estados socialistas cuando surge entre ellos una oposición de intereses.

En América Latina se ha usado y abusado del término "revolución" hasta el punto de que los pueblos se van tornando escépticos ante su reiterada invocación. Se ha venido reincidiendo en un fenómeno repetido muchas veces a partir de la Emancipación, cuando la verdad es que después de la revolución de Independencia ha habido pocos procesos que con exactitud puedan calificarse de revolucionarios. Bolívar, con su visión genial, dijo que a las revoluciones hay que observarlas muy de cerca y juzgarlas muy de lejos.

En esta encrucijada decisiva hay que tener bien claro qué es lo que debemos cambiar y cuáles son las metas que tenemos que alcanzar. Destruir por destruir no vale. Tenemos que lograr niveles de producción capaces de satisfacer las necesidades de la población mediante una justa distribución del ingreso. No se trata de distribuir miseria sino de distribuir riqueza. La conciencia de la comunidad está predispuesta contra esos sacudimientos revolucionarios que, en definitiva, conduzcan a acentuar el atraso y que, a vuelta de diversas peripecias, lleven a aumentar la dependencia. Las nuevas generaciones anhelan la voz de alerta para lanzarse a la conquista de la tecnología, al dominio efectivo de los recursos naturales, a la integración armónica que dé a nuestras naciones entidad suficiente para no estar sujetas al capricho de las grandes potencias. En suma, aspiran a una revolución tan diferente de las revoluciones tradicionales que envuelva una concepción revolucionaria de la revolución, si se permite el juego de palabras.

Pero, sobre todo, el instinto certero de las masas que tanto han sufrido el abuso secular del despotismo, el de los trabajadores que apenas ahora o de pocos años acá han conquistado plenamente el derecho de organizarse y de luchar por sus reivindicaciones y de obtener por sí mismos un nivel de vida diferente desconfía de la revolución sin libertad, de la revolución que menosprecia la libertad, de la revolución que amenaza con extinguir la libertad. Porque la libertad ellos lo saben, si no significa por sí misma la plenitud de la liberación, es el presupuesto de la liberación, es el instrumento para obtenerla. Es fruto de largas vigilias, de interminables esperanzas y duros sacrificios, ha costado mucho para que vaya a ofrendarse como víctima en el altar de una deidad desconocida.

Valores como la libertad (la libertad política como nutricia de las otras especies de libertad), como la dignidad de la persona humana, ante la economía y ante el Estado, son irrenunciables e irremplazables en el contexto de la verdadera revolución latinoamericana. 

Extraido de la pagina WEB oficial de Rafael Caldera; Nuevo Orden Politico.

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