Si ya desde hace muchos anhos se habian denunciado casos y hasta el grupo mexicano Mana popularizo una cancion sobre el caso. Desapariciones; se llama:
Que alguien me diga si han visto a...
a dónde van los desaparecidos
busca en el agua y en los matorrales
y por qué es que se desaparecen
por qué no todos somos iguales...
busca en el agua y en los matorrales
y por qué es que se desaparecen
por qué no todos somos iguales...
El mas distraido de los distraidos se hubiese preguntado sobre esa especie maligna que ha cundido a nuestras naciones hispano-americanas que se llama la desaparicion forzada. Y Venezuela tiene mucho que contar sobre el particular. Pero no, estamos tan entretenidos que ni una cancion de un popular grupo nos abre la sesera.
Aqui uno de los tantos escritos periodisticos sobre el tema [al final la fuente].
La noche del 26 de septiembre, Ernesto Guerrero, de 23 años, vio como el cañón de un Colt AR-15 le apuntaba.
- Vete o te mato.
En aquel momento no lo supo, pero el agente le había librado de una muerte segura.
No fue por azar ni por piedad, sino por pura y simple saturación. Como
Ernesto recordaría semanas después, los policías municipales tenían a
decenas de compañeros de la Escuela Rural Normal de Ayotzinapa tumbados
boca abajo en el asfalto y se los estaban llevando en camionetas a la
comisaría. Iban hasta los topes. Tan ocupados estaban, que habían pedido
ayuda a los agentes de la vecina localidad de Cocula, y cuando Ernesto,
armado de valor, se acercó a preguntar por la suerte de sus amigos, ya
no disponían de tiempo ni espacio para uno más. Directamente le
apuntaron con el fusil y le conminaron a irse. “Vi alejarse por la
avenida a mis compañeros”, rememora. Esa fue la última vez que supo de
ellos.
Aquel 26 de septiembre,
Ernesto había llegado a Iguala, junto con casi un centenar de alumnos
de magisterio, en dos autobuses procedentes de Ayotzinapa. Radicales y
revoltosos, los estudiantes iban a recaudar, como otras veces, fondos
para sus actividades. Esto significaba pasar el bote por sus calles más
céntricas, entrar en unos pocos comercios e incluso cortar alguna
avenida.
Su desembarco no había pasado inadvertido. Los halcones del narco,
según la reconstrucción de la fiscalía mexicana, habían seguidos sus
pasos y alertado a la central de la Policía Municipal. Los normalistas no eran bienvenidos. En junio del año anterior, tras el asesinato y tortura del líder campesino Arturo Hernández Cardona, los estudiantes habían culpado del crimen al alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y atacado el ayuntamiento.
Los sicarios y los policías, que en Iguala vivían en perfecta
simbiosis, creyeron que iban a repetir al algarada, pero esta vez no
contra el regidor, sino contra alguien aún más poderoso: su esposa,
María de los Ángeles Pineda Villa.
Ella, como apuntan las investigaciones policiales, dirigía las
finanzas del cartel de Guerreros Unidos en la ciudad. El vínculo con el
narco le venía de lejos. Era hija de una antigua operaria de Arturo
Beltrán Leyva, el Jefe de Jefes, y sus propios hermanos habían creado
por orden de este capo el embrión de la organización criminal con el
objetivo de enfrentarse a Los Zetas y a La Familia Michoacana. Cuando
ambos fueron ejecutados y arrojados a una cuneta de la carretera de
Cuernavaca, ella tomó las riendas en Iguala, protagonizando junto con su
marido un fulgurante ascenso social que ahora quería completar con su
última ambición: ser elegida regidora en 2015. Para ello, ese 26 de
septiembre había preparado un gran acto en el zócalo de la villa. Era el
inicio de su carrera electoral.
La irrupción en la ciudad de los normalistas, encapuchados, rebeldes,
con ganas de protesta, les hizo temer que fuesen a reventar el
discurso. El alcalde exigió a sus esbirros que lo impidiesen a toda
costa y, según algunas versiones, que los entregasen a Guerreros Unidos.
La orden fue acatada ciegamente. Las fauces del horror
se abrieron de par en par. Posiblemente nunca se llegue a saber cómo la
barbarie llegó a tal extremo, pero lo que las pesquisas policiales han
logrado sacar a la luz es que a los normalistas, que seguramente no
sabían cuál era la naturaleza del poder municipal en Iguala, se les dio
trato de sicarios, se les persiguió con la saña con que se mata a los
cárteles rivales. En sucesivas oleadas, la policía atacó a sangre y
fuego a los estudiantes. De nada les valieron sus desesperados intentos
de huir en autobuses tomados a la fuerza. Dos murieron a tiros, otro fue
desollado vivo, tres personas ajenas a los hechos perdieron la vida a
balazos al ser confundidas con normalistas. En la cacería, decenas de
estudiantes fueron detenidos y conducidos a la comandancia policial de
Iguala. Nadie dio orden de parar. El reloj siguió adelante.
El jefe de los sicarios, Gildardo López Astudillo, avisó al líder
supremo de Guerreros Unidos, Sidronio Casarrubias Salgado. En sus
mensajes, siempre según la versión de la fiscalía, le informó de que los
responsables de los desórdenes de Iguala pertenecían a Los Rojos, la
organización criminal contra la que libraban una salvaje guerra.
Sidronio dio orden de "defender el territorio".
En una operación de exterminio bien diseñada, fruto posiblemente de
experiencias anteriores, los estudiantes fueron recogidos de la
comandancia de Iguala por agentes de Cocula, quienes, cambiando las
placas de sus matrículas, les entregaron a los liquidadores del cartel
en la brecha de Loma de Coyote. Todo estaba preparado para no dejar
huellas. Lo que sigue es la reconstrucción a partir de los testimonios
recogidos por la fiscalía y presentados ayer.
En una noche sin apenas luna, hacinados como ganado en un camión y
una camioneta, los normalistas fueron conducidos hacia el basurero de
Cocula. Fue un viaje al infierno. Muchos estudiantes, posiblemente una
quincena, malheridos y golpeados, murieron de asfixia en ese recorrido.
Al llegar al paraje, los supervivientes fueron bajando uno a uno. Con
las manos en la cabeza, les obligaban a caminar un trecho, tumbarse en
el suelo y contestar a sus preguntas. Querían saber por qué habían
acudido a Iguala y si pertenecían al cartel rival. Los normalistas,
según las confesiones de los detenidos, respondían aterrorizados que
ellos eran estudiantes y que no tenían nada que ver con el narco. De
poco les sirvió. Acabado el interrogatorio, siempre según la versión del
ministerio público, recibían un tiro en la cabeza. El núcleo del
comando ejecutor, aunque contó con la ayuda de más sicarios, lo formaban
Patricio Reyes Landa, El Pato; Jonathan Osorio Gómez, El Jona, y Agustín García Reyes, El Chereje.
Con bestialidad metódica, mataron a todos los normalistas y, a lo que
ya venían muertos, los arrastraron, cogidos de las piernas y los brazos,
fuera de los vehículos.
Como en un ritual bárbaro, prepararon una inmensa pira en aquel
basurero. Sobre una cama de piedras circular, según los detenidos,
apiñaron primero una capa de neumáticos y luego otra de leña. Ahí encima
colocaron los cadáveres. Los rociaron de gasolina y diésel.
La hoguera prendió la noche más oscura de México. Las llamas fueron
alimentadas durante horas. Los sicarios, en su impunidad, reconocen que
incluso se marcharon a la espera de que el fuego se consumiese solo.
Pasadas las cinco de la tarde, tras arrojar tierra encima, se acercaron a
los restos. Los desmenuzaron y los metieron en ocho grandes bolsas de
basura negras. Al atardecer, los asesinos abandonaron el paraje. En su
viaje de vuelta, arrojaron las bolsas a la corriente del río San Juan.
México aún tardaría algunos días en despertar al horror.
http://internacional.elpais.com/internacional/2014/11/08/actualidad/1415475628_050143.html
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